Donde el atardecer te encuentra
- Renata Lara
- 2 oct
- 2 Min. de lectura
Actualizado: 9 oct
Se escucha el ruido de la cotidianidad: las ruedas de los autos friccionando contra el repechaje, el murmullo amortiguado de los claxons —que no aturde— y las voces dispersas de la gente que pasea por la acera, como si la vida no les pesara.
Todo eso es lo que se logra oír —desde la habitación en el tercer piso de un edificio al final de la primera cuadra de la calle Bruno Traven— gracias a la pequeña rendija de la ventana izquierda, que ha dejado entreabierta para ventilar el espacio, pues dentro se siente como si un leve bochorno comenzara a formarse, después de habernos pertenecido más de una vez.
Respiro de forma profunda, el aire se siente ligero, lo que me permite distinguir los distintos aromas dispersos: limón, sal... son tenues, pero se mantienen armoniosos.

La puerta para entrar a la habitación es paralela a las dos ventanas que dan hacia la calle. A la izquierda se encuentra un armario de color café. La cama se ubica al centro de la habitación, con la cabecera pegada a la pared (frente a ella se encuentra una puerta que te lleva al cuarto de baño). La cama está ubicada de forma perfecta para poder visualizar a través de la ventana: la
inmensidad del cielo.
Estamos acostados. Yo, recostada sobre mi costado derecho; él, tendido boca arriba. Coloco mi brazo y mi mano sobre su pecho y clavículas. Permanecemos en silencio, creo es una paz compartida.
Nuestras pieles se buscan, se sienten, disfrutamos del calor que emiten. Por la rendija entra una brisa leve, casi tímida. Desde mi ángulo, veo la ventana y el ocaso: lo reconozco porque el cielo se tiñe de lila, naranja y amarillo. Me gusta que desde aquí no se ve la ciudad, solo si me inclino, aparece un edificio, pero el que no haya más me permite olvidarla. Es como si la caótica ciudad quedara lejos.
Desciendo la mirada y lo observo. Su piel, dorada por la luz del atardecer, parece de bronce. Está erizada y aperlada por el sudor en sus poros. Sigo con la vista: sus labios, finos, me seducen —creo que me he acostumbrado a besarlos—; su nariz, constituida con una leve curvatura en el puente nasal.
Y por fin... sus ojos.
Cafés. Casi negros, pero no de oscuridad, sino de profundidad. No son intensos, son pacientes.
Me miran como si el tiempo no los tocara, como si no hiciera falta decir nada para entenderlo todo.
Son ojos que no interrogan: nos perpetúan.
La habitación la conozco desde hace tiempo, pero últimamente la disfruto más. Quizá porque a él
también lo disfruto más.
Creo que mi parte favorita de esta habitación... es el atardecer. Es él.
-Renata Lara
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